–Espaciotiempo
Francis Crick y David Eagleman |
Tal como en todos nuestros encuentros, él inmediatamente brincó a la discusión de las teorías sobre la función cerebral. Estaba cada vez más frágil, su cabello adelgazado por la quimioterapia y caminaba tambaleándose sobre su bastón. Pero intelectualmente, aún era el leviatán dominante de la biología.
De los obituarios, la mayor parte de las personas saben que Francis Crick, junto con su colega James Watson, revelaron la estructura de lo que yace en el centro de cada célula de cada animal sobre el planeta: DNA. La doble hélice que ellos dedujeron condujo rápidamente al descubrimiento de todos los secretos del código genético.
Desde tiempo atrás se sabía que uno hereda rasgos de sus padres –pero nadie tenía ninguna buena idea de cómo la forma de la nariz de su padre y el color de ojos de su madre, estaban codificados en moléculas invisiblemente pequeñas. Para los sesentas, gracias en gran parte al trabajo de Francis Crick y su círculo de amigos, la base molecular de la herencia estaba ya establecida.
Por el trabajo del DNA, él y Watson ganaron el premio Nobél en 1962. Como el biólogo Jacque Monod dijo de él: “un hombre domina intelectualmente el campo completo [la biología molecular] porque sabe más y entiende más que la mayoría”.
Los medios de comunicación masivos ofrecieron semblanzas que supusieron el público apreciaría, declarando por ejemplo, que el trabajo del Dr. Crick sentó las bases para los jitomates modificados con ingeniería genética. Si bien tales jitomates pueden tener raíces lejanas en los descubrimientos de Crick, los periodistas estaban cavando en el lugar equivocado: a Crick le importaban preguntas más profundas, preguntas sobre la vida misma. El biología molecular, él abrió caminos y estableció las bases de todo lo que sucedería durante el próximo medio siglo. Habiendo contestado esencialmente todo lo que se propuso contestar, enfocó entonces su voraz apetito intelectual a su segunda meta científica: el entendimiento del cerebro. En 1977, se movió al instituto Salk, en la Jolla, California.
Específicamente, él quería saber cómo es que el cerebro produce la conciencia. En el campo de la neurociencia, la conciencia era territorio prohibido. Requirió de alguien con el peso de Francis Crick para establecer al fenómeno de la conciencia como un problema científico real. Se siente algo al tener dolor. Se siente como algo al ver el color indigo. De alguna manera, estas percepciones concientes están soportadas en la actividad neural –¿pero cómo, dónde, qué? Haciendo estas penetrantes preguntas, conminando a otros a realizar experimentos e inspirando a miles, él abrió nuevas direcciones en la investigación del cerebro. Incluso publicó sobre el sueño y sobre el origen de la vida. Nada estaba fuera del alcance de su intelecto. Una vez me dijo que el hombre peligroso era aquel con únicamente una teoría, porque pelearía hasta la muerte por ella.
James Watson comenzó su libro “La doble hélice” con la célebre línea: “Nunca he visto a Francis Crick de un humor modesto”. Aún tengo que encontrar una entrada más descompuesta que ésta. Francis Crick siempre estaba de humor modesto. Él era una de las pocas personas que estaba dispuesta a criticar sus propias ideas. Nunca filtró creencias a través de su propio ego y nunca dudó en aplaudir las teorías de otras personas. Reía abiertamente y con frecuencia. Cuando se le preguntaba sobre el significado de la apertura literaria de Watson, Crick sonreía y decía que debe haber reflejado que él (Crick) siempre quería llegar al fondo de las cosas.
No puedo escapar al sentimiento de que aquellos que descubren los secretos de la vida deberían ser inmunes a la fatalidad de la vida. Pero al final, Francis Crick estaba hecho únicamente de las moléculas que él iluminó. Fue víctima de la división incontrolable de células; fue consumido por las escamas microscópicas de las que estaba compuesto; las moléculas que descubriera fueron las entretejidas semillas de su propia destrucción. Esta descripción le agradaría a Francis. Su cruzada era enseñar que somos una red inmensamente sofisticada de billones de células; un tour de force de sofisticación biológica sin ninguna otra magia dentro de la maquinaria. Algunas personas se preocupan de que el entendimiento científico de alguna forma atenúa la belleza de la naturaleza. A esto Francis respondió alguna vez: “Me parece que lo que pierdes en misterio lo ganas en asombro”. Lo que hemos perdido en Francis lo ganamos en inspiración.
Conocí a Francis cuando me moví al instituto Salk en 1999. Era algo más alto de lo que esperaba. Debajo de su cabeza de cabellos plateados había unos ojos chispeantes y una sonrisa traviesa con el más impresionante par de cejas de ala que he visto hasta la fecha. La primera vez que lo ví en el auditorio durante una plática, se sentó solo en la primera fila. Mientras transcurría la plática, su cabeza comenzó a hundirse y sus ojos a cerrarse. Tuve la triste intuición de que la senectud estaba cobrando cuota de su gran mente. Pero entonces el expositor hizo lo que parecía una interpretación inocua de sus resultados y una discreta sonrisa se atisbó en los labios de Francis. Él levantó tranquilamente la mano y, con el rápido análisis de un disparo de palabras certero cual destazo karateka (en acento de Cambridge) el presentador fue reeducado. Aprendí que esto ocurría frecuentemente. Francis nunca fue malicioso, únicamente era incisivo. Él detectaba defectos microscópicos de lógica. En un cuarto lleno de científicos inteligentes, Francis continuamente se ganaba vez tras vez su posición como el campeón de los pesos pesados.
Una de las mejores cosas en mi vida ha sido su amistad y tutela. Francis Crick me influenció de una manera que solo una persona joven en el inicio de su carrera puede serlo, por alguien cerca del final de la suya. Nací 18 años después del día en que Watson y Crick publicaran la estructura de la doble hélice en las páginas del Nature, una revista en la que publicaría mi propio trabajo 51 años después. Llegando al mundo tanto tiempo después, fui inestimablemente afortunado en haber comparido órbitas con él durante los últimos seis años. Su influencia en mí fue profunda y su pérdida marca el fin de una era para gran parte de su campo.
Fue una inspiración para todos los que los conocimos, una portentoso generador intelectual de ideas con una sonrisa juguetona. Escuchaba cuidadosamente, se comprometía en las ideas, buscaba debates robustos y cazaba los problemas difíciles. A la edad de 88, continuó trabajando cada día en los problemas complicados no resueltos en el campo. Siguió publicando artículos importantes y leyendo todas las revistas del campo a una edad en que la mayor parte de las personas están jugando bridge y derritiéndose intelectualmente. Él estaba trabajando en un manuscrito el día que murió. Como científico, pensador, autor, mentor, amigo y colega, uno estaría en grandes dificultades para encontrar a alguien que le hiciera sombra a Francis Crick y su relampagueante mirada. Va a pasar algo de tiempo antes de que el mundo vea a otro como él.
–David Eagleman
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